¿Ayudarte?, mucho problema.
Justo frente al Ministerio de
Comercio e Industria había gente que agonizaba, gente tumbada que echaba espuma
por la boca. La mitad de la calle se había convertido en un verdadero infierno,
pero en la otra mitad la gente seguía con su vida cotidiana […]. Nadie se
acercó a echar una mano. Era como si estuviésemos en otro mundo. No se detuvo
una sola persona.
Cuando uno vive se
encuentra, en ocasiones, en situaciones inesperadas. ¡Ja!, bueno, más o menos
inesperadas. Estoy hablando de esos momentos quizás excepcionales en la vida en
los que uno espera reaccionar de forma espectacular. De esos instantes que te
comprometen y en los que hay que tomar decisiones rápidas y certeras para salir
airoso, de los que entonces uno, en sus ratos de ocio (como cuando estas
cagando, o como cuando estás esperando el colectivo después del cine), especula.
Y sí, me refiero a situaciones del estilo de: que te asalten en la calle o que
veas tipos que se meten a tu casa; estar en un accidente automovilístico en
cadena groso, de esos en los que los coches se levantan por los aires, dan un
par de piruetas y aterrizan de cabeza; levantarte porque hay un olor a humo
espantoso, un calor de morirse, y enterarse que se te quema la casa;
encontrarte con un tipo o tipa tirado en las vías esperando a ser arrollado por
un tren… Esas cosas pesadas, donde por un rato te jugas entre la anécdota o…
bueno, no contarla más viste.
Lo
cierto es que, de esos cuatro ejemplos que mencionamos, hay uno en el que no
somos enteramente protagonistas. Y sí, se trata del último ejemplo. Estás
cruzando las vías y de repente ves a un pibe o a una piba, al borde de las vías,
esperando a que el tren que se ubica a casi 500 metros, le pase por encima. Y
si bien nosotros no somos pacientes del choque (en la operación chocar tenemos
por un lado el agente que choca y el paciente que es chocado),
estamos ahí, mirando la escena, sabiendo (¿sabemos o no sabemos?) lo que va a
pasar. Y ahí no hay tiempo de deliberar y justificar filosóficamente la
autonomía y la libertad de decisión de cada uno y que si se quiere matar quién
soy yo para negarle su derecho (como si existiese en alguna constitución o en
algún código escrito) a morir porque Stuart Mill dijo que mientras su decisión
no afecte la libertad de otros y piripipipiripipi.
Pero
imagínate. Se trata de una persona joven. Ya el tren está a 400 metros y vos
seguís mirando. Y sentís que estás involucrado en la situación, y que podes ser
un agente de cambio. Pero no te decidís. Y miras y un cosquilleo que te
debilita te recorre por todo el cuerpo. Entonces pensas, en un flash, ¿y después?
¿Y si la pasaba realmente mal y por eso toma esa decisión?, ¿y si la vergüenza después
del intento fallido la vuelve a reincidir en esas conductas? Podría ayudarla (¿la
ayudaría?), pero… ¿Cómo?, ¿tendré que formar una amistad? ¿O acaso…? Y el tren
le terminó pasando por encima. Y bueno, no es mi culpa, pero podría haber hecho
algo, pero yo no la mandé a tirarse debajo de las vías del ferrocarril, y bueno
llego a casa y le doy de comer a los perros para después cocinarme algo.
La
indecisión por intervenir en una situación en la que otro es paciente de algún
daño o un posible daño es algo que se piensa en el fragmento que hace de
apertura a este texto. El fragmento es del libro Undergroung, de Haruki
Murakami. En este se recogen entrevistas a personas que sufrieron los daños de
un atentado con gas sarín perpetuado por una secta japonesa en Tokio, en el año
1995. La entrevistada a quien pertenece el fragmento, declara que cuando
algunos pasajeros salían de la estación del subterráneo, tosiendo, agonizando,
algunos con espuma en la boca, nadie se acercaba a ver qué les sucedía a
aquellas personas adoloridas. “Durante todo ese tiempo nadie nos ayudó, nos
dejaron allí tirados sin mover un dedo.”
Lo anterior se trata de algo
similar a cuando, en nuestro ejemplo anterior, la indecisión nos dejo quietos y
no nos lanzamos a sacara esa persona de una muerte segura arrollada por un tren.
O cuando yo pasé por al lado de una parada de colectivos, y vi un hombre
barbudo y panzón, tirado en el suelo, con unas muletas desparramadas, y dí la vuelta,
me quedé mirando fijamente, y cuando el semáforo dio en verde, me marché.
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