Sentir y comunicar.
¿Para qué jugamos? Esa es una pregunta que el jugador no se hace. Esa es una pregunta cuya respuesta esta comprendida por quien no se la hace. Aquél que se la hace, quiere que se explicite la respuesta. Pero esta es una respuesta que no puede ser dada, al modo como son dados los objetos, los nombres o las mercancías. Esta es una respuesta que ha de ser vivida, experienciada.
Si yo tuviese que explicarte lo que se siente meter un gol; si yo pudiera contarte lo frustrante que es perder en la defensa; si pudiera decirte que cuando lanzo un tiro libre en momentos decisivos, la pelota me pesa 20 kg más de lo habitual; si tuviese que describir la sensación de un compañero haciendo un gol y falta, de cómo el pecho se me infla y un calor me recorre el cuerpo… Si yo tuviese que explicar la vida, me faltarían las palabras.
Porque la vida no está hecha de palabras. La vida, tampoco está hecha de hechos. La vida en primera persona esta hecha de experiencias, de sensaciones, de roces, de olores, dolores y placeres; en fin, la vida está hecha de cosas incomunicables. Solo podemos expresarnos de maneras equívocas, y a veces no hay mejor expresión que un silencio, una mirada, un gesto, unas cuantas lagrimas, un moqueo.
Cuando Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, un adelantado español, exploraba las costas de lo que hoy es el sur de Estados Unidos durante el siglo XVI, pasó junto con sus compañeros miles de tribulaciones, escaramuzas con nativos de esas tierras, pérdida de recursos, hambre, pérdida de amigos… Un día, arribó a un pequeño asentamiento de hombres distintos a ellos; de hombres y mujeres que andaban sin ropa, o poco cubiertos; de hombres y mujeres que no conocían de castillos, que no conocían de veleros, que no conocían de mosquetes, pólvora ni de delicias de la pastelería. Esos hombres, “bárbaros”, “indígenas”, adoradores de “falsos ídolos”, acogieron a los españoles recién llegados, hambrientos, flagelados, sedientos y desamparados. Cuando Cabeza de Vaca ve esta acogida pacífica, él y sus hombres quebraron en llanto. Los nativos entendieron todo. Y acompañaron, con sus propias lágrimas, el llanto de aquellos españoles perdidos en tierras que no eran las suyas. El llanto, más que la palabra; las cicatrices, más que las quejas; la delgadez, más que la petición… todos estos rasgos eran signos más que suficientes para comunicar el dolor de aquellos expedicionarios.
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